Quédate. Y finalmente me quedé, envuelta en el calor de sus brazos, mecida por las olas de sus sábanas. Me quedé, presa de un miedo que temía por la propia perfección de nuestros cuerpos volando al compás de sus gemidos. Cerró la puerta mirándome fijamente y después volvió a mis labios. Aquella locura sin nombre hacía que sus manos se apresuraran hacia las capas que me cubrían, como si mi cuerpo quisiera esconderse ante la evidencia de que no habría más piel que su pecho sobre el mio, ni verdad más verdadera que el corazón desbocado con el estallido del universo entre mis manos. Solté la pesada maleta, que se quejó por última vez aquella noche, cayéndo absolutamente muda al suelo. "Soy una dama de buenas formas, eso soy, una buena chica que toma el té a las cinco, como las niñas bien. Realmente no debería continar por ahí..." pero ¿quién sería capaz de decirles a mis manos que solataran su regalo más deseado? Reclamamos la cama como territorio propio, pero no sin que ella antes me liberara de todas mis capas, una a una. La chaqueta cayó también al suelo, inútil con tanto calor como telón de fondo y escenario, desvelando así mi cintura bajo un jersey de lana ajustado. Me hizo girar de deseo con el baile de mi bufanda, desenredándose de mi cuello. Pasó sus labios por el lóbulo de mi oreja y bajó rozando cada centímetro de mi cuello, ahora más sensible por haber pasado horas al abrigo de la cálida bufanda.
Y allí había estado horas atrás, sentada en la estación, escuchando el ir y el venir de tantas personas a mi alrededor. Yo no tendría a nadie esperando. Aquellos reencuentros de parejitas felices no estaban escritos en mi biografía. Así pues me limitaba a observarlos, invadida por una especie de agridulce sensación que camuflaba deliveradamente en curiosidad de escritora. Todo era escribible, las estaciones de trenes son fascinantes, fíjense en la perspectiva de este solitario banco, donde la escritora reposa ávida de amores que garabatear en su libreta. Y cómo entra la luz de la tarde creando ese bonito brillo en sus ojos enamorados. Y con la pluma firme en mis manos, una voz sonó detrás de mi. Su voz. Era ella, la que me había pedido que no me marchara. La misma que dos horas atrás se quedó clavada en la silla, sin fuerza para despedirse.
El jersey se deslizó por mi piel, dejándome desnuda a falta de la presencia de la ropa interior. y la dama perdió toda su credibilidad cuando, tras muy pasada la hora del té con pastas, descubrió su lencería francesa. Temblé mientras sus manos me dirigían hacia la cama. Me senté a su lado, inexperta y despidiéndome de la señorita británica. Fuera del cuarto ya llovía, no paraba. Y cada vez habían más ganas de unas velas que prendiéramos con el calor del deseo. El torrente de emociones se entremezcló con mis manos enredándose en su cuerpo. La cama navegaba ya sobre un océano de ropa desperdigada, con la maleta mirándonos de reojo, diciéndonos "creo que yo ya no me muevo de aquí". Me recosté a su lado esperando que sus manos alcanzasen el contorno de mis caderas y sin más me dejé a su merced, delirando ante unas caricias desconocidas pero tan famliares como esa sensación que no podía eludir. Y tras degustar con placer las delicias de su cuerpo, perdiéndose en el mío, decidí tomar el control de la situación. Sobre ella, tendida como una felina esperando a capturar a su presa, y como dicen, las gatas son capaces de ver en la oscuridad y hasta de moverse con toda agilidad.
De su cama, de la mía, de las noches en vela y aquella noche de febrero por las que le brindo estas letras. El sol se coló una vez más por la ventana, regaládole una panorámica de la gata ronroneando sobre tu pecho, que plácidmente dormía, cansada por las vuletas del destino. Sé que no me iré, porque no puedo vivir sin tí, no hay manera. Y como una ilusión, esto creció, arrastrando ríos de rencores, pues tú eres todo lo que puedo desear. Feliz noche cualquiera de un día de Febrero.
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